Ésta podría ser la historia de cualquier persona, el viaje de tantos y tantas que un día se sintieron "diferentes" y huyeron en busca de su libertad. Pero lo que aquí cuento, me pasó a mí y lo quiero compartir especialmente con quienes puedan verse reflejad@s.
Una mañana fría de invierno de 1993, cogí el tren hacia la libertad. O más bien, hacia el reencuentro con mi verdadero yo. Mi equipaje era ligero (como decía el poeta); pero iba cargado de ilusiones y esperanzas, en un afán desesperado de encontrar la paz interior que tanto anhelaba, libre de ataduras y máscaras.
El tren avanzaba rápido y atrás dejaba mi familia, mis amigos, mi tierra… Pero me sentía paradójicamente feliz. Con la mirada perdida en el paisaje, que también iba quedando atrás, me sumergí en mis recuerdos, haciendo balance de lo que había sido mi vida anterior, cruzando la frontera del ayer, mientras me dirigía hacia el futuro. Y regresé por un rato al pasado…
Desde pequeño, a esa edad en que las hormonas empiezan caprichosamente a revolucionar tu cuerpo, yo me sentía un niño diferente al resto. Me gustaba jugar con mis juguetes para niños (trenes eléctricos, coches, soldaditos de plástico…) pero mi mirada y mis inocentes deseos se inclinaban hacia otros niños de mi mismo sexo, esos con los que compartía mis ratos de ocio, o las horas en la escuela. Había noches en las que, de madrugada, me despertaba atormentado por la idea de ser un “pecador”, “un enfermo”, “un bicho raro”… Y después de rezar a la Virgen y todos los santos, y de confesarme a la luna y las estrellas, me volvía a dormir (a veces con lágrimas en los ojos) con la esperanza de que cuando despertase, al día siguiente, yo sería un niño como todos los demás.
Recuerdo que mi hermana (diez años mayor que yo) “estaba condenada” a cuidarme mientras mis padres trabajaban. Yo sabía que era una carga para ella porque a su edad, cualquier chica desea su independencia para entrar y salir y relacionarse con los chicos. Pero yo disfrutaba en sus reuniones, cuando sentado en un rincón apartado, observaba y escuchaba, haciéndome el distraído (con mi coca-cola en la mano), las conversaciones que mantenían sobre sus hazañas amorosas con los chicos más guapos del barrio. Y entonces mi mente empezaba a funcionar…Por un momento imaginaba que era yo el que estaba besando a Pablo o Alberto, que aquellos trocitos de papel escritos con corazones que ellas mostraban orgullosas como trofeos, iban dirigidos a mí…
Pero los días pasaban, los años pasaban y aquel hecho diferencial (“aquella enfermedad”) seguía conmigo. “¿Por qué yo?”, “¿No me voy a curar nunca?”… Guardaba este secreto dentro de lo más profundo de mi interior. “¿A quién se lo podía contar?” “¿Qué iban a pensar de mí…?” Y me acostumbré a dialogar conmigo mismo, como todas las víctimas de su propio secreto.
Mientras tanto, dediqué mi vida a ocultar mi particularidad, afanándome por ser el mejor amigo de mis amigos (su confidente), un hijo modelo, un magnífico estudiante, “un chico muy formal, de esos que ya no quedan”…Volqué mi vida hacia los demás, porque pensaba que de esa forma “me liberaría de mis pecados”, de mis tormentos.
A esa edad en que los chicos suelen tener sus primeras relaciones sexuales con chicas, yo fui uno más. Me dejé arrastrar a ellas, unas veces por miedo a la soledad, y otras por miedo a mí mismo. Cuántos miedos…E interpretaba el papel que la sociedad me había impuesto, aunque mi mente me ayudaba a evadirme hacia un mundo de secretas pasiones. Cuando “estaba” con una chica, cerraba los ojos y me imaginaba en los brazos de aquellos chicos tan guapos que salían en las revistas o en televisión. De vuelta a la realidad, cuánta tristeza, cuánta decepción por engañarme a mi mismo y mentir a los demás.
No me resignaba a pensar que era homosexual, y mucho menos gay, una palabra anglosajona que significa “alegre” y que no se correspondía con mi estado de ánimo.
Cansado de fingir, a eso de los veinte años, renuncié a salir los fines de semana, a relacionarme con una sociedad que no me aceptaría tal cual era. Estaba desmotivado y me sentía solo aunque tuviera tanta gente querida a mi alrededor. Temía las miradas y los comentarios en voz baja, y la posibilidad de que una palabra o un gesto mío me delatasen y derribasen de golpe el castillo de arena que tantos años me había costado construir.
Pasaron muchos años hasta que conseguí aceptarme tal cual era: yo mismo, una buena persona, y con mucho amor por ofrecer. Descubrí que eso que llaman “hombría” se lleva en el corazón... Y decidí marcharme a Madrid, en busca de la libertad. Fue una decisión difícil, pero en aquel momento no cabía otra (al menos para mí). No le podía causar daño a mi familia, aunque yo lo estuviera pagando con lágrimas e infelicidad. Pero tampoco deseaba una felicidad basada en el dolor ni la vergüenza de nadie.
Conforme el tren se adentraba en la ciudad, más crecía mi ilusión. No aspiraba a mucho, sólo al calor de una mano, a una sonrisa cómplice, a una amistad verdadera (sin máscaras)…
Ahora, muchos años después de aquel viaje, y de vuelta a mi lugar en el mundo, Sevilla, puedo decir que soy libre, que tengo el amor que tanto había deseado, y que no reniego de ser como soy, porque no me imagino de otra manera.
Una mañana fría de invierno de 1993, cogí el tren hacia la libertad. O más bien, hacia el reencuentro con mi verdadero yo. Mi equipaje era ligero (como decía el poeta); pero iba cargado de ilusiones y esperanzas, en un afán desesperado de encontrar la paz interior que tanto anhelaba, libre de ataduras y máscaras.
El tren avanzaba rápido y atrás dejaba mi familia, mis amigos, mi tierra… Pero me sentía paradójicamente feliz. Con la mirada perdida en el paisaje, que también iba quedando atrás, me sumergí en mis recuerdos, haciendo balance de lo que había sido mi vida anterior, cruzando la frontera del ayer, mientras me dirigía hacia el futuro. Y regresé por un rato al pasado…
Desde pequeño, a esa edad en que las hormonas empiezan caprichosamente a revolucionar tu cuerpo, yo me sentía un niño diferente al resto. Me gustaba jugar con mis juguetes para niños (trenes eléctricos, coches, soldaditos de plástico…) pero mi mirada y mis inocentes deseos se inclinaban hacia otros niños de mi mismo sexo, esos con los que compartía mis ratos de ocio, o las horas en la escuela. Había noches en las que, de madrugada, me despertaba atormentado por la idea de ser un “pecador”, “un enfermo”, “un bicho raro”… Y después de rezar a la Virgen y todos los santos, y de confesarme a la luna y las estrellas, me volvía a dormir (a veces con lágrimas en los ojos) con la esperanza de que cuando despertase, al día siguiente, yo sería un niño como todos los demás.
Recuerdo que mi hermana (diez años mayor que yo) “estaba condenada” a cuidarme mientras mis padres trabajaban. Yo sabía que era una carga para ella porque a su edad, cualquier chica desea su independencia para entrar y salir y relacionarse con los chicos. Pero yo disfrutaba en sus reuniones, cuando sentado en un rincón apartado, observaba y escuchaba, haciéndome el distraído (con mi coca-cola en la mano), las conversaciones que mantenían sobre sus hazañas amorosas con los chicos más guapos del barrio. Y entonces mi mente empezaba a funcionar…Por un momento imaginaba que era yo el que estaba besando a Pablo o Alberto, que aquellos trocitos de papel escritos con corazones que ellas mostraban orgullosas como trofeos, iban dirigidos a mí…
Pero los días pasaban, los años pasaban y aquel hecho diferencial (“aquella enfermedad”) seguía conmigo. “¿Por qué yo?”, “¿No me voy a curar nunca?”… Guardaba este secreto dentro de lo más profundo de mi interior. “¿A quién se lo podía contar?” “¿Qué iban a pensar de mí…?” Y me acostumbré a dialogar conmigo mismo, como todas las víctimas de su propio secreto.
Mientras tanto, dediqué mi vida a ocultar mi particularidad, afanándome por ser el mejor amigo de mis amigos (su confidente), un hijo modelo, un magnífico estudiante, “un chico muy formal, de esos que ya no quedan”…Volqué mi vida hacia los demás, porque pensaba que de esa forma “me liberaría de mis pecados”, de mis tormentos.
A esa edad en que los chicos suelen tener sus primeras relaciones sexuales con chicas, yo fui uno más. Me dejé arrastrar a ellas, unas veces por miedo a la soledad, y otras por miedo a mí mismo. Cuántos miedos…E interpretaba el papel que la sociedad me había impuesto, aunque mi mente me ayudaba a evadirme hacia un mundo de secretas pasiones. Cuando “estaba” con una chica, cerraba los ojos y me imaginaba en los brazos de aquellos chicos tan guapos que salían en las revistas o en televisión. De vuelta a la realidad, cuánta tristeza, cuánta decepción por engañarme a mi mismo y mentir a los demás.
No me resignaba a pensar que era homosexual, y mucho menos gay, una palabra anglosajona que significa “alegre” y que no se correspondía con mi estado de ánimo.
Cansado de fingir, a eso de los veinte años, renuncié a salir los fines de semana, a relacionarme con una sociedad que no me aceptaría tal cual era. Estaba desmotivado y me sentía solo aunque tuviera tanta gente querida a mi alrededor. Temía las miradas y los comentarios en voz baja, y la posibilidad de que una palabra o un gesto mío me delatasen y derribasen de golpe el castillo de arena que tantos años me había costado construir.
Pasaron muchos años hasta que conseguí aceptarme tal cual era: yo mismo, una buena persona, y con mucho amor por ofrecer. Descubrí que eso que llaman “hombría” se lleva en el corazón... Y decidí marcharme a Madrid, en busca de la libertad. Fue una decisión difícil, pero en aquel momento no cabía otra (al menos para mí). No le podía causar daño a mi familia, aunque yo lo estuviera pagando con lágrimas e infelicidad. Pero tampoco deseaba una felicidad basada en el dolor ni la vergüenza de nadie.
Conforme el tren se adentraba en la ciudad, más crecía mi ilusión. No aspiraba a mucho, sólo al calor de una mano, a una sonrisa cómplice, a una amistad verdadera (sin máscaras)…
Ahora, muchos años después de aquel viaje, y de vuelta a mi lugar en el mundo, Sevilla, puedo decir que soy libre, que tengo el amor que tanto había deseado, y que no reniego de ser como soy, porque no me imagino de otra manera.
(JC)
(Gracias, JM, porque tú me has acompañado siempre
en este viaje hacia mi libertad)