Hace varios fines de semana, el otoño (el más lluvioso de los últimos años por estas latitudes) quiso darnos una tregua de vientos, tormentas y borrascas, regalándonos unos maravillosos días de sol y temperaturas agradables que invitaban a salir a la calle y disfrutar, como si se tratase de los primeros días de primavera…
La semana anterior había sido demasiado intensa y estresante, entre trabajo, reformas de la casa que se hacen interminables, incontables gestiones de todo tipo…, aunque sin mucha diferencia respecto de las anteriores semanas, como ya viene siendo algo habitual.
La noche del viernes, mientras yo agregaba mi última entrada al blog y contestaba los comentarios de quienes con frecuencia visitan nuestro espacio en MSN, JM llegó a casa prácticamente abatido, quitándose, mientras avanzaba, zapatos, abrigo, corbata… Venía aún acelerado, pero en su rostro podía apreciarse fácilmente el cansancio de una dura jornada, que había incluido la tradicional comida de Navidad con sus compañeras y compañeros de oficina. Se acercó y me dio un tímido beso, diciéndome, casi sin voz, “estoy molido”, sin apenas darme la opción a preguntarle por un “qué tal todo…"
Me fui tras él y me senté a su lado, sobre la cama donde, más que tumbarse, se había dejado caer con un suspiro casi de agonía. Mientras le arrascaba la cabeza, como a un niño pequeño (algo que le relaja mucho), suavizó la expresión de su mirada y con una voz infantil me preguntó: “¿quieres que mañana vayamos de pesca?”, reclamando con el brillo de sus ojos un gesto afirmativo por mi parte. JM es consciente de que pescar es algo que nunca me ha seducido (de hecho, a veces ha ido con alguna amiga, e incluso solo), pero para él resulta una de sus aficiones favoritas, a la vez que le produce una relajación mental que califica de “indescriptible”. Cierto es también, que algunas de mis aficiones tampoco le llaman mucho la atención como a mí me gustaría, pero c´est la vie… Tanto a uno como a otro nos toca hacer concesiones, porque ambos somos de la opinión de que la vida en pareja requiere de ese esfuerzo para conseguir así que la balanza del amor se mantenga en equilibrio y armonía. Hecha esta aclaración, podéis imaginar cuál fue mi respuesta… Pero insisto, el plan no me apetecía lo más mínimo. JM me lo agradeció sonriente, con un abrazo enorme que me hizo caer sobre él…
El sábado amaneció con un cielo azul intenso y una luz que dañaba la vista a unos ojos acostumbrados a las tonalidades grises y pardas que habían ocultado el sol durante tantos días consecutivos. Con una temperatura de 12 grados a las diez de la mañana, y bien embutidos en nuestros abrigos, gorras y bufandas, montamos al coche todo el equipamiento necesario y marchamos a un pantano cercano.
Apenas veinte minutos más tarde, y una vez junto a la orilla, JM comenzó su ritual de relajación ante mi atenta mirada. Colocó las dos sillas junto al agua, abrió su caja de utensilios, eligió anzuelo, boya, esmerillón, plomos, sedal, cebo… Toda una clase de términos, en su mayoría desconocidos para mí, pero que él se esforzaba en explicarme con su habitual capacidad docente, a medida que iba montando con esmero su vieja caña de pescar, a la que mima como pieza de museo. Alguna vez me comentó que esa caña, además de su utilidad propia, tiene un gran valor sentimental, muchos recuerdos de momentos inolvidables pescando junto a su padre y hermanos (cuando éstos últimos no eran más que unos “renacuajos”); fines de semana en algún pantano de Madrid, de vacaciones en la costa de Alicante o en su querido río Duero… Jornadas maravillosas durante las que “competían” en familia y en las que luego compartían sus trofeos con un buen guiso de pescado o una parrillada. Y siempre la “relajación indescriptible”: una mezcla de sensación de libertad y paz interior.
Lanzó su vieja caña al agua. ¡Plof! Y JM enmudeció, concentrando su mirada exclusivamente en la boya que flotaba, y cuyos movimientos, minutos después, de arriba hacia abajo le hacían disfrutar y decirme en voz baja: “Mira, mira; parece que ya pican. ¿Ves como se hunde la boya?”…
Yo atendía a sus explicaciones didácticas, más atento al hermoso paisaje que nos rodeaba, y cámara fotográfica en mano, capturaba aquellas imágenes idílicas de aguas calmas, rodeadas de colinas verdes por la hierba fresca del otoño y árboles frondosos de diferentes especies: pinos, eucaliptos, chopos…, una vieja torre árabe de piedra, testigo de tantos siglos de historia…
La neblina de las primeras horas de la mañana se había disipado por completo, permitiendo mostrar ante mis ojos un cuadro realista que me sumió también en una profunda relajación: aire puro, el canto de los pájaros que volaban en bandadas en forma de flecha cruzando el cielo… Una sensación placentera, tan sólo interrumpida por la alegría incontenida de JM cuando los peces iban picando, y me pedía ayuda para sostenerle la caña mientras él los desenganchaba del anzuelo para introducirlos en un barreño. Y así, una y otra vez…
Pasaron tres horas sin apenas darnos cuenta. De vuelta a casa, intercambiamos pocas palabras, tal vez porque ambos teníamos la mente puesta en los momentos de “relajación indescriptible” que habíamos disfrutado durante aquella mañana de pesca, y que nos había devuelto la paz interior que no queríamos dejar escapar…
“Tendríamos que repetir pronto esta experiencia”, le susurré mientras conducía, y él me respondió con un “Gracias JC, sabía que te iba a gustar…”
La semana anterior había sido demasiado intensa y estresante, entre trabajo, reformas de la casa que se hacen interminables, incontables gestiones de todo tipo…, aunque sin mucha diferencia respecto de las anteriores semanas, como ya viene siendo algo habitual.
La noche del viernes, mientras yo agregaba mi última entrada al blog y contestaba los comentarios de quienes con frecuencia visitan nuestro espacio en MSN, JM llegó a casa prácticamente abatido, quitándose, mientras avanzaba, zapatos, abrigo, corbata… Venía aún acelerado, pero en su rostro podía apreciarse fácilmente el cansancio de una dura jornada, que había incluido la tradicional comida de Navidad con sus compañeras y compañeros de oficina. Se acercó y me dio un tímido beso, diciéndome, casi sin voz, “estoy molido”, sin apenas darme la opción a preguntarle por un “qué tal todo…"
Me fui tras él y me senté a su lado, sobre la cama donde, más que tumbarse, se había dejado caer con un suspiro casi de agonía. Mientras le arrascaba la cabeza, como a un niño pequeño (algo que le relaja mucho), suavizó la expresión de su mirada y con una voz infantil me preguntó: “¿quieres que mañana vayamos de pesca?”, reclamando con el brillo de sus ojos un gesto afirmativo por mi parte. JM es consciente de que pescar es algo que nunca me ha seducido (de hecho, a veces ha ido con alguna amiga, e incluso solo), pero para él resulta una de sus aficiones favoritas, a la vez que le produce una relajación mental que califica de “indescriptible”. Cierto es también, que algunas de mis aficiones tampoco le llaman mucho la atención como a mí me gustaría, pero c´est la vie… Tanto a uno como a otro nos toca hacer concesiones, porque ambos somos de la opinión de que la vida en pareja requiere de ese esfuerzo para conseguir así que la balanza del amor se mantenga en equilibrio y armonía. Hecha esta aclaración, podéis imaginar cuál fue mi respuesta… Pero insisto, el plan no me apetecía lo más mínimo. JM me lo agradeció sonriente, con un abrazo enorme que me hizo caer sobre él…
El sábado amaneció con un cielo azul intenso y una luz que dañaba la vista a unos ojos acostumbrados a las tonalidades grises y pardas que habían ocultado el sol durante tantos días consecutivos. Con una temperatura de 12 grados a las diez de la mañana, y bien embutidos en nuestros abrigos, gorras y bufandas, montamos al coche todo el equipamiento necesario y marchamos a un pantano cercano.
Apenas veinte minutos más tarde, y una vez junto a la orilla, JM comenzó su ritual de relajación ante mi atenta mirada. Colocó las dos sillas junto al agua, abrió su caja de utensilios, eligió anzuelo, boya, esmerillón, plomos, sedal, cebo… Toda una clase de términos, en su mayoría desconocidos para mí, pero que él se esforzaba en explicarme con su habitual capacidad docente, a medida que iba montando con esmero su vieja caña de pescar, a la que mima como pieza de museo. Alguna vez me comentó que esa caña, además de su utilidad propia, tiene un gran valor sentimental, muchos recuerdos de momentos inolvidables pescando junto a su padre y hermanos (cuando éstos últimos no eran más que unos “renacuajos”); fines de semana en algún pantano de Madrid, de vacaciones en la costa de Alicante o en su querido río Duero… Jornadas maravillosas durante las que “competían” en familia y en las que luego compartían sus trofeos con un buen guiso de pescado o una parrillada. Y siempre la “relajación indescriptible”: una mezcla de sensación de libertad y paz interior.
Lanzó su vieja caña al agua. ¡Plof! Y JM enmudeció, concentrando su mirada exclusivamente en la boya que flotaba, y cuyos movimientos, minutos después, de arriba hacia abajo le hacían disfrutar y decirme en voz baja: “Mira, mira; parece que ya pican. ¿Ves como se hunde la boya?”…
Yo atendía a sus explicaciones didácticas, más atento al hermoso paisaje que nos rodeaba, y cámara fotográfica en mano, capturaba aquellas imágenes idílicas de aguas calmas, rodeadas de colinas verdes por la hierba fresca del otoño y árboles frondosos de diferentes especies: pinos, eucaliptos, chopos…, una vieja torre árabe de piedra, testigo de tantos siglos de historia…
La neblina de las primeras horas de la mañana se había disipado por completo, permitiendo mostrar ante mis ojos un cuadro realista que me sumió también en una profunda relajación: aire puro, el canto de los pájaros que volaban en bandadas en forma de flecha cruzando el cielo… Una sensación placentera, tan sólo interrumpida por la alegría incontenida de JM cuando los peces iban picando, y me pedía ayuda para sostenerle la caña mientras él los desenganchaba del anzuelo para introducirlos en un barreño. Y así, una y otra vez…
Pasaron tres horas sin apenas darnos cuenta. De vuelta a casa, intercambiamos pocas palabras, tal vez porque ambos teníamos la mente puesta en los momentos de “relajación indescriptible” que habíamos disfrutado durante aquella mañana de pesca, y que nos había devuelto la paz interior que no queríamos dejar escapar…
“Tendríamos que repetir pronto esta experiencia”, le susurré mientras conducía, y él me respondió con un “Gracias JC, sabía que te iba a gustar…”